Arte
Paul Celan, el arte de traducir la esperanza
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1 mes antesEn
Por
Jaquelina
Paul Celan, el arte de traducir la esperanza
Ana Cuandón
Alemán, rumano, ucraniano, hebreo, francés, portugués, ruso e inglés son algunas de las lenguas que hablaba y leíaPaul Celan, pero de todas ellas fue la primera, la alemana, aquella que eligió para escribir poesía. Su elección fue declarada un principio ético: “uno no puede expresar su verdad más que en su lengua materna; en una lengua extranjera, el poeta miente” (Ortega, 18). De este principio ético se deriva el hecho de que la poesía de Paul Celan atraviese los velos del lenguaje para asombrar, perturbar y revelar verdades−algunas atroces, como puede esperarse deun sobreviviente de la última guerra mundial.
Dicha lealtad hacia la lengua materna compensó, en este poeta judío, la deslealtad de haber abandonado a sus padres –tal abandono no existió, pero así lo sintió el poeta por el remordimiento de haber confiado en que sus padres lo alcanzarían en el refugio que una amiga suya, Ruth Lackner, había ofrecido para él y sus padres ante las deportaciones masivas de judíos de Czernowitz,llevadas a cabo en 1942 por el régimen nazi. Aquella espera del 27 de junio transformó al joven Paul Antschel, pues nunca volvió a ver a sus padres, Leo y Friederike, quienes fueron llevados a los campos de trabajo de Trasnistria, en donde murieron pocos meses después. La transmutación fue tan radical que para 1947, el apellido del poeta se cambió a Celan, anagrama de su apellido original. Sin embargo, la parte más profunda de ese cambio doloroso sólo podía traducirse en poesía.
Más que escribir, traducir sería el término justo que podría atribuirse a la obra de Paul Celan, pues el esfuerzo de expresar en una lengua lo que está escrito en otra supone también transmutar emociones, impresiones del espíritu que son, por su naturaleza, inefables. Esta voluntad de expresar verbalmente aquello que se manifiesta de formas sutiles hace de la poesía un arte de traducción. De esta labor alquimista del espírituparticipa Celanal escribir: “Dice verdad/ quien dice la sombra”, pues decir la sombra es una manera de afirmarla en su misterio, en su inasible pero descifrada, traducida, manifestación. Tal es la idea que George Steiner dilucida al aseverar que “toda la poesía de Celan es traducción al alemán” (Ortega, 25).
Escribir en alemán, para quien pudo haberse expresado en los otros varios idiomas que comprendía, supone más que una elección, una deuda moral “porque un poeta −señala Paul Celan− no puede dejar de escribir, mucho menos si es judío y su idioma de escritura el alemán” (Pérez Gay, 90). Cuando se repara en el hecho de que, para un judío, elevar la lengua de quienes asesinaron a sus padrespodía significar, más que una denuncia, una forma de apropiarse de aquello que le fue arrebatado, puede entenderse por qué, en el discurso que dio el poeta al recibir el premio Georg Büchner, la elección por el idioma alemán fue también una tabla de salvación pues, él mismo afirma, “algo sobrevivió en medio de las ruinas. Algo accesible y cercano: el lenguaje. Sin embargo, el lenguaje mismo tuvo que abrirse paso a través de su propio desconcierto, salvar los espacios donde quedó mudo de horror, cruzar por las mil tinieblas que mortifican el discurso. En este idioma, el alemán, procuré escribir poesía. Sólo para hablar, para orientarme, inquirir, imaginar la realidad” (Pérez Gay, 91).
Imaginada, confrontada, configurada por el dolor, esta realidad de Celan es una constante Fuga de muerte, poema emblemático de la literatura alemana, que ya en 1952, año de su publicación, `inquiere´ que “la muerte es un maestro de Alemania sus ojos son azules/ te alcanzan sus balas de plomo te alcanzan sin fallar” (Pérez Gay, 39).
Y la lengua que logra `inquirir´ esa realidad dista mucho de la usada en la realidad: aún cuando Paul Celan vivió en Francia la mayor parte de su vida, desde 1949 hasta 1970, la lengua francesa no logró pasar del lenguaje de la cotidianidad. Ni siquierala complicidad amorosa cambió esta decisión de escribir poesía en la lengua materna. La copiosa correspondencia, escrita en francés, con GisèleLestrange, su esposa, y con Eric Celan, su hijo, muestra esa distancia establecida por el poeta entre la realidad habitual y la poética. En una carta de 1965 dirigida a Gisèle, puede leerse cómo el poeta prefiere el alemán para elevar esos pequeños actos cotidianos: “Yo tengo delante, bajo nuestra lámpara, tu foto y la del niño. Y también, en un vaso de agua, la ramita de abedul de nuestra casa, de Moisville. Haga cuanto pueda, amada mía, por reponerse. Todo mi amor por usted está aquí, dentro de mí, tan grande como en el primer momento. Nada de nuestro amor está perdido: Wirsind es nochimmer” (Badiou, 257).
El verso citado por Celan pertenece al poema “La palabra de ir a-lo-profundo” y puede traducirse como “todavía seguimos siendo” (Badiou) o, como lo traduce José Luis Reina Palazón, “todavía somos” (153):
La palabra de ir a-lo-profundo
que hemos leído.
Los años, las palabras desde entonces.
Todavía somos.
Sabes, el espacio es infinito,
sabes, no necesitas volar,
sabes, lo que se escribió en tu ojo
nos profundiza lo profundo.
“Profundizar lo profundo” no fue, para Paul Celan, tarea exclusiva de la poesía, la traducción era igualmente importante. En una carta dirigida a su editor, confiesa: “considero que la tarea de traducir a Mandelstam es tan importante como la de escribir mis propios versos” (Ortega, 24). La obra del poeta ruso fue una de las tantas que ocuparon a Celan. En el prólogo a sus Obras Completas, Carlos Ortega cuenta cómo, en 1941, “aunque las condiciones en el mundo enfangado y húmedo del gueto eran imposibles, Paul pasó las primeras semanas traduciendo algunos sonetos de Shakespeare, que le parecía que no había sido bien vertido al alemán, y escribiendo” (15). En total, Paul Celan tradujo a cuarenta y dos poetas al alemán. Cuando fijó su residencia en París, a partir de 1950, fue cuando su trabajo como traductor se formalizó, sin embargo, la traducción fue no sólo su oficio principal sino también su motivación más íntima: en el diálogo con los numerosos poetas traducidos su poesía encontró sus fuentes aprovisionamiento.
Dichas fuentes eran necesarias para quien debía nutrir a diario la esperanza con lo único que le quedaba, el lenguaje. Sus reservas de vitalidad estaban en la poesía. Es por ello que la poesía de Celan no se reduce a la fatalidad de los acontecimientos históricos, sino que se abre ante las posibilidades de la vida. Ante la tragedia de una espera (como la que vivió mientras sus padres eran deportados), el poeta no busca trascender el acontecimiento, sino exponerlo, con toda su simpleza y su profundidad.
Uno de los muchos poemas que puede testimoniarlo pertenece al libro Cambio de aliento, publicado en 1967. En este poema breve está condensada una voluntad que apuesta por la esperanza: “En los ríos, /al norte del futuro, / tiro la red, que tú, indecisa, / llenas con sombras/ escritas por las piedras”. La imagen de alguien que decide tirar la red hacia un río traza también una dirección, en este caso, espacial dentro de otratemporal: “hacia el norte del futuro”, para expandir ese horizonte del tiempo. El poeta señala las posibles direcciones, y dimensiones, de éste: en el futuro hay un norte. En este movimiento se percibe la decisión de quien no puede, como ese tú al que se dirige, permanecer en la parálisis de un pasado que lastra la movilidad por cargarse de sombras, de sombras además escritas por aquello inamovible por naturaleza, las piedras. Traducir este movimiento espiritual en una imagen es una de las verdades que la poesía de Celan revela.
Después de atravesar largos veintiocho años de angustia y depresión, el poeta decidió lanzarse al río Sena en 1970. Este fin de su vida, por tanto, no debe interpretarse como un gesto de derrota, ¿quién podría juzgarlo así cuando sus poemasobligaron al filósofo Theodor Adorno a retractarse de que, después de Auschwitz, la poesía era imposible? Nadie, como él, Paul Celan, pudo traducir “la discreta, dolorosa rima alemana” (Pérez Gay, 90), y tampoco nadie logró de esas cenizas revelar cómo traducir es también transmutar y descubrir que todo puede ser distinto:
Todo es distinto
de lo que imaginas, de lo que imagino,
la bandera ondea todavía,
los pequeños secretos conviven entre sí,
proyectan sus sombras; de ellas
vives tú y yo,
vivimos nosotros. (Pérez Gay, 65).
Profundizar en esta certeza es el arte de traducir la esperanza.
Bibliografía
Celan, Paul. Obras Completas, 7ª ed., prólogo de Carlos Ortega, tr. de José Luis Reina Palazón, Madrid, Trotta, 2013.
Celan, Paul-Gisèle Celan-Lestrange. Correspondencia (1951-1970), edición y notas de Bertrand Badiou, tr. del francés de Mauro Armiño, tr. del alemán de Jaime Siles, México, FCE-Siruela, 2010.
Celan, Paul. Sin perdón ni olvido. Antología, tr. y estudio de José Ma. Pérez Gay, México, UAM, 1998.
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La máscara de diablo
Víctor Salgado
Jacinto era el hombre más pobre de la comarca. Vivía en una casa de adobe que se caía de vieja en la ladera de un cerrito, a la sombra de unos naranjos. Rutilia, su esposa, conservaba algo de la belleza de su juventud, pero el hambre y la pobreza la hacían ver aún más vieja de lo que realmente era. Ninguno de los dos solía salir de su ranchito más que alguna vez, cada dos o tres meses, para ir al pueblo a abastecerse de las cosas más absolutamente necesarias. Su aislamiento era tal, que la gente del pueblo los consideraba algo así como ermitaños, indeseables criaturas del monte que no eran bien recibidos en la iglesia, ni en el mercado o ni en cualquier lugar público. Algunos incluso se burlaban de ellos con crueldad.
Un día sábado muy temprano, Jacinto llegó a la plaza montado en su burro viejo. Llevaba un par de gallinas para cambiarlas por víveres en la tienda de don Casimiro Díaz. Ahí estaban tomando cerveza Simón Castro y su compadre Mequías Maldonado, quienes al ver al pobre hombre entrar en la tienda pensaron que era una gran oportunidad para jugarle una buena broma.
–Quiobo, Jacinto –le habló Simón–. ¡Qué milagro verte por aquí!
–Vine a vender unas gallinitas –respondió Jacinto.
–¿Y ya te vas? ¿No te vas a echar una cerveza con nosotros?
–Es que no traigo mucho dinero.
–No te apures, hombre –intervino Mequías–; nosotros te invitamos. Don Casimiro, tráigale una cerveza fría al amigo Jacinto, por favor.
Don Casimiro, que no estaba a gusto con la presencia de Jacinto en su tienda, le llevó una cerveza caliente y dijo:
–Nomás que se la tome y que se vaya. Esta gente del monte es muy mañosa y seguido se me pierden cosas de la tienda.
Jacinto recibió la cerveza y dirigió una mirada retadora al propietario del negocio.
–No le hagas caso –dijo Simón.
–Viejo canijo; nomás porque me ve pobre me desprecia.
–Ándale, tómate la cerveza, y ya no pienses en eso.
–Oye, Jacinto –dijo Mequías–, yo quiero ayudarte, si me lo permites. Te voy a decir lo que debes hacer para ganar buen dinero y que salgas de pobre.
–A mí no me pesa ser pobre, pero cuando pienso en mi mujer se me rompe el corazón nomás de recordar que a veces se pasa toda la noche remendando sus vestidos viejos o tratando de componer sus zapatos rotos…
–Por eso, amigo. Escucha lo que te decimos y vas a ver cómo en poco tiempo te juntas tus buenos centavos.
–¿Y qué debo hacer, pues?
–Mira, viejo, lo que debes hacer es lo siguiente; pon atención: junta la ceniza del fogón de tu casa y tráela a vender con don Esteban, el panadero. Él la compra, y la paga muy bien, principalmente ahora que se acerca el día de muertos, va a necesitar mucha ceniza para hacer pan.
–¿De veras?
–Sí, hombre. Entre más ceniza le traigas mejor te la va a pagar.
Jacinto terminó su cerveza caliente, recogió sus cosas y se despidió, dando las gracias al par de bribones, que se quedaron riéndose a carcajadas de la ignorancia del pobre montaraz. Un par de horas más tarde llegó a su casa, buscó unos costales viejos que había guardado detrás de la troja y durante los siguientes días recogió hasta la última pizca de ceniza que iba quedando en las hornillas y debajo del comal.
Para el siguiente sábado había llenado dos costales de ceniza, los cargó en su burro y se dispuso a salir de madrugada para llegar temprano a la plaza y ser el primero en venderla. Rutilia, que todo el tiempo desconfió del negocio de su marido, quiso persuadirlo en el último momento:
–Nadie te va a comprar esa ceniza –le dijo–. Yo nunca he sabido que se necesite ceniza para hacer pan.
–Confía en mí. Al rato que regrese te traeré un vestido nuevo.
–Qué vestido nuevo ni qué nada. Bueno, con tal de que no se te vaya a morir el burro en el camino, haz lo que te dé la gana.
Antes de amanecer, Jacinto ya estaba en el pueblo. Llegó a la casa de Esteban, donde ahí mismo tenía su panadería, y llamó a la puerta. Abrió la mujer del panadero, quien llamó a su marido y luego salió éste, extrañado de recibir a un visitante tan peculiar.
–Buenos días, patrón. Vengo a vender mi ceniza. Son como veinte kilos y ya la limpié.
Esteban, un hombre alto y muy gordo, hizo un gesto de confusión y respondió:
–¿Yo para qué quiero tu ceniza? Estás loco tú.
–Pero, señor, me dijeron que usted la compraba a buen precio.
–¿Y quién te dijo semejante pendejada?
–Don Simón y don Mequías me dijeron que…
–¡Simón y Mequías! Par de bandidos… ¿No ves que esos dos nomás andan buscando a quien hacer tarugo? Yo no compro ceniza ni me sirve de nada. Ahora vete y deja de quitarme el tiempo,
–Pero, señor… –suplicó Jacinto.
–Mira, llévate estos diez pesos para que te compres algo –respondió compadecido el panadero–, pero ya no le andes haciendo caso a esa gente descarada que nada más se burla de ti.
Jacinto recibió el dinero y se fue decepcionado y avergonzado de haberse dejado engañar tan fácilmente. Vagó un rato por el pueblo y esperó a que terminaran de instalarse los puestos de la plaza para comprarse algo con sus diez pesos. Pensó en el vestido que le prometió a su mujer, pero no le alcanzaba el dinero; quiso comprarse unos huaraches o un sombrero, pero todos costaban más de veinte pesos. En realidad no sabía qué hacer con los diez pesos que llevaba en el bolsillo. Cuando estaba a punto de irse a su casa, vio casi al final de la plaza un puesto que nunca había visto antes. Una anciana de aspecto aterrador tenía a la venta juguetes, silbatos, cohetes y disfraces de carnaval. En medio del puesto había una máscara de diablo, espantosa pero particularmente llamativa. Al verla, Jacinto creyó que si la compraba podría espantar una noche a los desgraciados que lo habían engañado, así que preguntó su precio a la anciana. “Cuesta diez pesos”, dijo la siniestra mujer, justo lo que le había dado el panadero, y no dudó en comprarla.
La decepción de Jacinto se había convertido en alegría y una especie de inocente malicia al pensar que podría desquitarse de Simón y Mequías, si los espantaba con su máscara de diablo el día de muertos. Iba caminando por la última calle del pueblo, jalando la rienda de su burro viejo, cuando vio acercarse una pequeña tropa que andaba en busca de unos bandidos.
–Oiga, señor –le dijo uno de los soldados–, ¿habrá visto pasar por aquí a dos hombres con dos caballos?
–Yo no he visto a nadie, señor.
–Bueno, sepa que son unos ladrones muy peligrosos. Si los llega a ver repórtese de inmediato al cuartel.
–Sí, señor.
Jacinto y los soldados siguieron cada quien su camino.
Cuando llegó a su casa, ya estaba pardeando la tarde. A la hora de cenar, le contó a su mujer todo lo que le había sucedido ese día: lo que le había dicho el panadero, lo del extraño puesto de la plaza, lo de los soldados… Y al final le contó de la máscara de diablo que se había comprado. Rutilia se asustó un poco cuando Jacinto se puso la máscara para enseñársela mejor.
–No seas bárbaro, Jacinto –le dijo–. Tira esa cosa; está muy fea.
Luego se fueron a dormir. Sería casi media noche cuando Rutilia se despertó; había escuchado el tropel de unos caballos acercándose a su casa. Un poco miedosa despertó a Jacinto, que estaba roncando.
–Ándale, asómate –le dijo–. No vaya a ser un alma en pena.
–¡Cómo un alma en pena! No digas locuras. Será algún viajero que se habrá perdido.
El tropel se escuchaba cada vez más cerca, hasta que se detuvo. Una voz masculina habló al otro lado de la cerca de piedra:
–Buenas noches. No se espanten; no somos ánimas del purgatorio.
Se oyeron risas. Luego habló otra voz de hombre:
–Nomás andamos buscando un lugar donde pasar la noche. Llevamos tres días de camino y necesitamos descansar y comer algo. Le pagaremos, y mañana, antes de que amanezca, nos iremos de aquí.
Jacinto creyó reconocer las voces de Simón y de Mequías, y pensó que tal vez se habían enterado de lo que sucedió con el panadero y, seguramente borrachos y sin nada mejor que hacer, habían ido a burlarse de él a su propia casa. Eso sí que no lo iba a permitir. Fue a su dormitorio, sacó la máscara de diablo y se la puso. Iluminado con la llama de un candil de petróleo, salió de su casa gimiendo y gritando para espantar a los desvergonzados. Los hombres, al ver al mismo diablo caminando hacia ellos, saltaron de los caballos y se echaron a correr sin detenerse, hasta que se perdieron en la oscuridad de la noche.
Rutilia salió del dormitorio y encontró a Jacinto riéndose a carcajadas tan escandalosas, que parecía que se iba a ahogar. A ella no le hizo mucha gracia; se acercó a los caballos para que no se fueran a escapar también, pero se dio cuenta de que llevaban una carga muy pesada, y llamó a su marido, que apenas empezaba a recuperar el aliento.
–Mira, Jacinto, estos caballos traen unas bolsas.
Jacinto se acercó a los caballos y registró la carga que llevaban. Descargó las bolsas de tela, abrió una y vio que estaba llena de monedas de plata. Además del dinero, descargó también dos carabinas, un revólver, unas espuelas, ropa y una garrafa de mezcal.
–Éstos no eran Simón ni Mequías –dijo a su mujer.
–¿Entonces quiénes eran?
Después de pensar un momento, recordó lo que le había dicho el soldado en la plaza ese mismo día.
–¡Los ladrones!
Pensó en ir al cuartel militar a dar parte a las autoridades, pero luego de reflexionar, llegó a la conclusión de que sería mejor guardar el dinero y las armas, deshacerse de las demás cosas y dejar libres a los caballos, que al fin aquellos hombres no le habían hecho nada a él ni a su mujer.
El siguiente sábado Jacinto y Rutilia llegaron muy temprano a la plaza. Compraron una canasta llena de frutas, un vestido hermoso para Rutilia, unos huaraches y un sombrero para Jacinto y una bolsa llena de pan. Simón y Mequías los vieron pasar desde la tienda de don Casimiro, completamente sorprendidos. No quisieron quedarse con la curiosidad picándoles el alma, así que alcanzaron a Jacinto y le preguntaron de dónde había sacado tanto dinero.
–Ya ven –les respondió–, vendí toda la ceniza a don Esteban y me la pagó muy bien.
Los dos bromistas se miraron entre sí; no lo podían creer. Y sin decir una palabra cada uno echó a correr a su casa.
Más tarde alguien llamó a la puerta de don Esteban. El hombre gordo y alto salió a ver quién era y encontró a Simón y Mequías completamente batidos y cargando pesados costales de ceniza. Les gritó:
–¡¿Ustedes?! Par de imbéciles…
v
Arte
La Percepción Estética y Artística en los Videojuegos I
Publicado
3 semanas antesEn
febrero 14, 2025Por
Jaquelina
La Percepción Estética y Artística en los Videojuegos I
@SpartanBlazer94
El arte es uno de los factores que nos diferencia de las demás especies del planeta Tierra, es la capacidad de creación del individuo, en el que el hombre se refleja subjetiva u objetivamente, otorgando sentimientos y propiedades humanas a objetos o eventos efímeros.
El cambio es uno de los aspectos más difíciles de la vida del hombre común, que, por más controlado que sea, siempre se convierte en un obstáculo a vencer, generando estrés e incomodidad. Es por eso que la apreciación y aceptación de los videojuegos como un arte emergente, ha sido un tema que ha forjado incontables discusiones a lo largo del tiempo.
Los videojuegos en sí mismos podrían no ser considerados un arte por los individuos más puristas, pero no podemos dejar de lado la sinergia artística interdisciplinaria que conlleva la creación de este.
Una persona con pocos conocimientos acerca del mundo de los juegos de video diría que éstos no podrían ser tomados en cuenta como arte, pues no cuenta con lo más mínimo necesario para entrar en una categoría tan dura como el arte, pues, al escuchar la palabra videojuego, su mente probablemente se remonte a aquel clásico de 1985, que sentó la base de lo que ahora es el gaming, Super Mario Bros.
Nintendo. (2020). Pantalla Inicial de Super Mario Bros.
https://www.nintendo.es/Juegos/NES/Super-Mario-Bros–803853.html
Super Mario Bros era un juego puramente divertido, acompañado únicamente por una historia inexistente, una serie de sonidos emitidos por el sistema en cuestión, intentando emular algo cercano a música y un estilo gráfico y artístico extremadamente limitado, basado únicamente en lo que la consola podría alcanzar tecnológicamente. Dicho lo anterior, podemos asegurar que Super Mario Bros podría no ser allegado remotamente a lo convencionalmente estética y bello para poder ser llamado un arte, pero las bases de toda la industria fueron forjadas en torno a dicho juego.
La razón de las limitaciones (además de la tecnología de la época) era que hace casi cuatro décadas, los videojuegos no eran nada más que, pues, eso, juegos. Su única meta era entretener al público infantil con una jugabilidad divertida, sin intentar buscar algo más allá, no había historias por contar, ni enseñanzas que otorgar, solamente un juego. Situación que no es inherentemente negativa, simplemente la situación en dicha época obligaba a tomar tal camino, agregando que la enorme mayoría de videojuegos contemporáneos repetían esta fórmula.
Pero la realidad actual de la industria es que es total y absolutamente distinta, en donde -gracias a los avances tecnológicos- ahora tenemos experiencias que son estéticamente atractivas en distintas disciplinas, tanto en estilo gráfico como narrativos, actuaciones formidables y otras más.
Tomemos como ejemplo para ilustrar la belleza interdisciplinaria básica de un videojuego que puede ser atractivo para el público mexicano no gamer, el mundo “Pueblo de Soltitlán” (o Tostarena, en su idioma original) de Super Mario Odyssey, la más reciente edición de un videojuego (2017) de nuestro querido redondete bigotón.
MarioWiki.com. (2017). Tostarena Town. Fair Use.
https://www.mariowiki.com/File:TostarenaTown.jpg
A simple inspección de la postal previa, podemos notar una notable y linda semejanza con uno de nuestros conceptos más arraigados y queridos como mexicanos, un grupo pequeño de edificios coloniales, con todo y sus macetitas colgando, alrededor de una pequeña fuente, situación típica de un suburbio mexicano de clase media, acompañada con los colores típicos de las festividades mexicanas, verde limón, azul agua, amarillo y, el siempre presente, rosa mexicano.
Todo esto estilizado de manera caricaturesca, lleno de alegría y color, acompañados de unas alegres calaveritas de colores -obvia referencia al incansablemente representado Día de Muertos-, agitando sus maracas, presumiendo efusivamente sus sombreros charros mientras disfrutan de unos ricos raspados (¡sí, puedes comerte un raspado!), pues estamos en un desierto.
Al fondo de la calle, podemos observar un conjunto de edificaciones y pirámides con motivos sincréticos olmecas, mexicas y mayas, en donde, con un claro misticismo, deberemos de adentrarnos y abrirnos paso entre tumbas, momias y cactus con espinas gigantescas, homenajeando con mucho cuidado y cariño a un México completamente tradicionalista, orgulloso de sus raíces, pero con casi 59 millones de gamers1.
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La comparativa entre Super Mario Bros (1985) y Super Mario Odyssey (2017) es tan solo una muestra donde se utilizó al personaje más famoso de los videojuegos para demostrar la profunda evolución que ha sufrido el medio en cuanto a factor artístico se refiere, mismo que puede ser extrapolado a muchas diferentes franquicias, tanto antiguas como emergentes, en donde el enfoque será distinto (arte literario, arte gráfico, arte teatral, etc.) dependiendo el tipo de juego.
En mi opinión, arribar a Soltitlán por primera vez, ha sido una de las experiencias más puras y conmovedoras en toda mi vida como videojugador. No pude evitar soltar un par de lágrimas de cocodrilo, al ver el cuidado y el trabajo de investigación previo realizado para alcanzar tal grado de detalle en una representación de México, de Mi México, en mi medio favorito. Poder avanzar a través de las calles rodeadas de elementos tradicionales de nuestro día a día, fue uno de los puntos más altos en mis motivos de gaming contemporáneo.
¿Y qué es el arte si no la expresión y representación del hombre mismo como persona social y como miembro de una comunidad en un ambiente puramente estético, así como generación de reflejos y sensaciones? Muchos recuerdos llegaron a mi mente, acompañados de un cúmulo de nostalgia y orgullo por la representación de Mi México en un videojuego de Mario Bros. Se generó tal sentimiento en mí, que no pude evitar esbozar una sonrisa y decir “Para mí, esto es arte”.
1El Sol de México (Agosto de 2019). A propósito del Día del Gamer, ¿cuántos gamers hay en México? Recuperado en Enero de 2021 desde
Arte
El perico de doña Lala
Y el perico obedecía sin hacer caso a nuestras escandalosas risas
Publicado
4 semanas antesEn
febrero 7, 2025Por
Jaquelina
El perico de doña Lala
Víctor Salgado
Cómo olvidar aquellos años felices de la escuela primaria. ¡Imposible! Recuerdo especialmente tres cosas: la tabla de castigo de la maestra Yolanda, los ojos brillantes y negros de Celia y el perico de doña Lala. Aquella tabla de castigo parecía haber encontrado en mi espalda su lugar favorito; todas las tardes (porque estudiaba en el turno vespertino) la maestra Yolanda me azotaba por causa de algún vidrio roto, una tarea incompleta o por algún chochito lanzado con popote que había perdido su rumbo y había ido a parar en el copete cuidadosamente peinado de la licenciada en Pedagogía Yolanda Vargas Almonte. Afortunadamente, aquella mujer ya no enseña más: dejó la profesión de maestra para volverse vendedora de cosméticos.
Celia era una morenita flacucha con piernas de lagartija que me traía loco. Tenía una hermana tres años mayor que –decían las malas lenguas– ya se había besuqueado con todos sus compañeros de secundaria. Pero Celia era discreta, o más bien tímida, de las que sacaban diez en todo y su mayor ilusión era estar en la escolta. Una tarde le pedí que fuera mi novia y dijo que sí, pero al día siguiente me dijo que ya no. Yo estaba desconcertado. Ya sé que las mujeres tienen comportamientos muy extraños, que es difícil distinguir cuando de veras están enamoradas y cuando solamente tratan de divertirse a costa de un pobre idiota ilusionado; pero en quinto de primaria no era tan experto en cuestiones femeninas, así que Celia me dejó confundido y atontado. Más tarde me explicó que su padre le dijo –más bien le gritó– tajantemente que de ninguna manera permitiría que una hija suya anduviera de buscona con cualquier barbaján, vago y sinvergüenza que la dejara botada cuando saliera con su domingo siete… “Pero podemos ser amigos”, dijo Celia y yo acepté.
Doña Lala vivía exactamente frente a la puerta de la escuela. Todas las tardes ponía una mesa en la entrada de su casa y vendía frituras, congeladas, gelatinas, paletas, chicharrones preparados y una gran variedad de dulces. A todos nos hacía muy felices. Yo procuraba guardar uno o dos pesos de lo que mi madre me daba para gastar a la hora del recreo, pues con eso (benditos aquellos lejanos tiempos) bien que me alcanzaba para darme un festín de lujo. La señora era viuda y ya todos sus hijos habían hecho vida aparte, por lo que vivía sola. Bueno, no tan sola. La acompañaba un perico parlanchín que era toda una atracción. El perico, instruido por un montón de chamacos que no tenían nada mejor que hacer, había adquirido la habilidad de repetir alegres frases juveniles y picaronas, desde saludos graciosos hasta los más rebuscados albures. Nunca faltaba un grupito de niños disparateros que se acercaba al puesto de doña Lala con el pretexto de comprar un boing congelado y, aprovechando la ocasión, hacerle repetir al perico las más novedosas groserías.
–Hola, periquito –le decíamos–. Di “huevos”.
–“Huevos” –repetía el perico, y todos respondíamos con una alegre carcajada.
–Periquito, di “cámara, güey”.
Y el perico obedecía sin hacer caso a nuestras escandalosas risas.
–Perico, a ver, di “mamacita, estás bien buena”.
Definitivamente la pequeña ave estaba dotada de una inteligencia suprema, pues cada vez era mayor su repertorio de picardías y frases propias de los niños que solíamos asistir a las primarias públicas de las colonias populares. Llegó el momento en que ya no era necesario pedirle al perico que repitiera las palabras que le enseñábamos, pues el sorprendente animalito nos veía llegar al puesto y su prodigiosa memoria le hacía entender que era el momento de soltar una alegre oración del tipo “no mames, güey”, “tu mamá es mi novia”, “a ese güey no se le para” o algo por el estilo. Doña Lala fingía molestarse por las muchas ocurrencias del perico mal hablado, pero más de una vez alguien la vio riéndose de las vulgaridades dichas por éste. A veces, al ver que el perico no estaba en su acostumbrado lugar junto al puesto, alguno le preguntaba a la digna señora “doña Lala, ¿dónde metió su pájaro?”
–Chamacos pendejos –contestaba la doña–, a mí no me estén albureando.
Una tarde de verano me di cuenta de que Celia estaba más bonita que nunca, y todavía, muchos años después, no encuentro las palabras precisas para expresar lo que sentí. Fue como si un yo diminuto y vestido de diablo (como en las caricaturas) apareciera en mi hombro izquierdo y me hubiera dicho al oído “ándale, baboso, ahora es cuando. ¡Mira nomás qué chulada!”
Y ahí va el otro de idiota…
–Celia, quieres…
¿A dónde la iba a invitar con los tres pesos que me habían sobrado del recreo? ¿Al cine? ¿Al teatro? ¿A cenar en un restaurante francés?
–Celia, ¿quieres un chicharrón preparado? Yo te lo invito.
Sólo me alcanzaba para uno.
–Bueno, pero vamos rápido. Tengo que regresar temprano a mi casa –fue la respuesta de Celia, y en ese momento el mundo se convirtió en el lugar más feliz y complicado que podría existir.
Nos dirigimos, pues, al zaguán de doña Lala, donde la carismática anciana nos recibió con una formidable sonrisa.
–Hola, niños. ¿Qué van a llevar?
–Denos un chicharrón prep…
–Mamacita, estás bien buena –dijo el perico inoportuno.
Intenté por segunda vez pedir la necesaria golosina del amor.
–¿Nos puede preparar un…?
–Tu mamá es mi novia –intervino de nuevo el animalejo.
Celia se sonrojó, pero no pudo evitar soltar una risita tierna. Yo, que empezaba a desesperarme, hallé consuelo a mis penas cuando vi que Celia se divertía con las vulgaridades del pajarraco. Así que me lancé otra vez al ataque, esperando que la nueva frase del perico fuera más graciosa que las anteriores.
–Doña Lala, nos da un chicharrón preparado, por favor.
–¡A ese güey no se le para! –declaró la majadera ave.
Me sonrojé, y no es que tuviera razón el perico, sino porque Celia y doña Lala parecían ahogarse con sus incontrolables carcajadas. ¡Condenado pájaro! Pero valió la pena: la dulce señora nos regaló dos chicharrones preparados; Celia se divirtió demasiado; y yo, avergonzado y todo, viví uno de los momentos más felices de mi infancia.
Ojalá que Celia, donde quiera que esté, se acuerde de esa tarde de verano…
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